miércoles, 20 de mayo de 2020

Una historia mitad cierta parte II. NOSOTROS.

En la máquina intertemporal, los años vividos quedaron atrás; Ernesto y Blanca vieron cómo los recuerdos del futuro y la vida compartida en el pequeño departamento de la Colonia Condesa comenzaron a aparecer detrás del cristal, y a incrustarse en sus mentes. El nacimiento de Ricardo, las noches cálidas, la música clásica a la hora del baño. El nacimiento de Julia y el olor de la vainilla.

Ernesto y Blanca vieron como en un sueño los años por vivir, sus besos, sus manos unidas, enojos, manías; sus reconciliaciones, su decisión. Sus manos separadas, frías, e
l dolor de no sanar.

la pulsera de rubíes siempre en la muñeca de Blanca, como olvidada, pero aferrada, donde Ernesto la abrochó.


A una velocidad paralizante, viajando en el tiempo dentro de la máquina, Blanca como quebrándose del esfuerzo, volteó a ver a Ernesto, que la miraba de reojo con una lágrima que no podía terminar de salir.


Afuera, en un parpadeo, su hija Julia ya no era una niña, sus dos mejillas que antes la hacían ver tan tierna, se desvanecían para siempre mientras lloraba al amanecer tras la puerta cerrada de su mamá, Blanca, que se iba diluyendo a pesar de los desvelos, sin remedio, como una sombra sobre la cama. 


Así, mirando décadas en segundos, el futuro apaciguó la llama en los ojos de Blanca, que se miraba a sí misma en una silla de ruedas, intentando sonreír, asomando todavía algo de esa luz radiante que cegaba a quien la viera, y contemplando a su vez, la descendencia que no vería crecer; el hijo de Ricardo y una mujer embarazada de su nieto.


La máquina intertemporal se sacudió y comenzó a sonar con un pitido que en cuestión de segundos se volvió tan agudo que fue imperceptible. Y en sus mentes apareció el recuerdo de su último atardecer, donde Ernesto y Blanca tomaron al fin sus cansadas manos en reconciliación, sin saber por qué tardaron tanto siendo la vida tan breve; y entonces Ernesto recordó cómo la pulsera de rubíes resbaló de la piel marchita de Blanca para caer en tierra, y de ahí pasar a la mano de Julia, que cargaba las cenizas de su mamá mientras Ricardo cantaba después del funeral.


El pitido volvió a escucharse, poco a poco, cada vez menos agudo. Blanca y Ernesto se miraron desconcertados. Ella quiso soltar su mano, él no lo permitió.


Desde el cristal los dos observaron a su hija Julia, sola, en la misma sala de la Colonia Condesa, escuchando la lluvia caer mientras el mundo se guardaba apresurado en sus casas por un virus mortal, y ella escribía sobre un hombre al que siempre miraba de lejos, sobre la vida tan breve y sobre sus secretos; sin darse cuenta del brillo misterioso que comenzaba a resurgir en la pulsera de rubíes que Blanca le legó.


El cristal del dispositivo intertemporal se volvió más claro. Los recuerdos dejaron de aparecer también en la mente de Ernesto y ahora ambos sólo podían contemplar el paso del tiempo en los muebles y en la vida cotidiana de su hija en aquel departamento que fue suyo alguna vez. 


Julia salió de puntillas de una habitación, y abrazó a su enamorado en el sillón; lo que alguna vez  estando sola dijo en secreto que soñaba, en verdad se cumplió, pero Julia murió siendo joven, y su pulsera de rubíes quedó en las manos de aquel hombre brillando como, a pesar de cualquier cosa, siempre brilló si estaba junto a él. Y al notarlo él sonrió. Sus dos niñas crecían en el departamento, corrían con bailes y canciones; una tenía los mismos ojos de Julia, que miraban las nubes, la otra, Sofía, tenía la fuerte mirada de su papá, que miraba la tierra, y había también un niño de ojos profundos y negros que no se parecía a ninguno de los dos pero que era suyo también.


Ellos y sus primos, fueron adultos, y en un hogar donde se leían noticias de una creciente oscuridad y mortandad, Sofía recibió de su padre una inamovible fe, esperanza y la pulsera de rubíes, que decidió esconder hasta vieja en una caja de galletas adentro de la alacena para que nunca nadie la robara, hasta la mañana en que por fin decidió hablar sobre ella y su extraño brillo a su hija Luciana; todos llegaron a viejos y dejaron en un mundo incierto a los bisnietos de Ernesto y Blanca.


El clima de la nave comenzó a estabilizarse, Ernesto y Blanca sintieron el familiar peso, esa constante brevedad, del tiempo. La lágrima de Ernesto cayó al suelo y se evaporó. 


El trayecto temporal terminaba, era el año 2088.


                                                                                                                                    ...Continuará.

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