martes, 26 de mayo de 2020

Una historia mitad cierta. Parte III. USTEDES.

Luciana cantaba en la cocina al amanecer, la misma cocina pero iluminada por una luz rojiza que nacía en la ciudad y se colaba por la ventana; un aroma a pan de canela que salía del horno inundó su departamento de la Colonia Condesa; el tiempo pasaba plácido como pasa cualquier Domingo, hasta que la máquina intertemporal aterrizó contra el piso de su sala; en el interior, la pareja de viajeros perdió el conocimiento por un momento.

Luciana, una joven de ojos entre verde y amarillo, casi dorados, imposiblemente parecida a Blanca, se asomó por el cristal, los viajeros reaccionaron al mirarla, su blusón era de un material refulgente y sedoso que reflejaba parcialmente lo que había frente a ella, en este caso el rostro de Ernesto y Blanca, dos jóvenes enamorados de fines de los 70 en el siglo XX, estrellados en su sala. 

La puerta de la máquina se abrió y después de segundos eternos contemplándose mutuamente, Ernesto recobró el aliento y habló. -Soy Ernesto, ella es Blanca ¿Qué año es?

La joven los miraba pálida y sin poder hablar. Un hombre alto y delgado se acercó asombrado mientras su hermana contemplaba fijamente a Blanca con asombro, sus manos, sus ojos, las pecas y su pelo rojo tan ondulado como el de ella; un parecido asombroso, y esa pulsera idéntica a su propia pulsera que brillaba verde incrustada de jade y un rubí en su muñeca. -Soy Luciana, él es mi hermano Miguel, hoy es primero de Septiembre, dos mil ochenta y ocho.

Luciana y Miguel extendieron sus manos hacia Blanca y Ernesto -¿De dónde vienen? Preguntó Luciana. Blanca y Ernesto tomaron la mano de sus bisnietos para abandonar por menos de 24 horas la máquina.

En el desayunador de la cocina, Luciana, bañada de lleno por la luz casi rosa y cálida del sol, encendió la cafetera. Ernesto y Blanca contaron cómo su obsesión por la ciencia y el tiempo los llevó hasta ahí. Miguel sirvió el café, a todos les gustaba igual, sin azúcar, con canela. -¿Qué pasó con la atmósfera, es seguro salir? Preguntó Blanca. Luciana abrió la ventana y miró las nubes con calma.

Miguel levantó su mirada oscura para clavarla en los ojos de Blanca y respondió -En 2060 una cepa de los virus que azotaron el planeta desde el veinte-veinte, acabó con una cuarta parte de la humanidad, este virus afectó no sólo a la población de la Tierra, los pioneros de la Luna lo adquirieron y de alguna manera el virus llegó a sus suelos y mutó, dañando la relación magnética de la Luna con la Tierra, que se volvió una amenaza para la vida como la conocemos. Mi hermana trabaja en un laboratorio que buscaba soluciones para este y otros problemas, ella se los podría explicar mejor pero no le gusta mucho hablar de esto.

Luciana sacó del horno el pan de canela y lo repartió mientras terminaba su parte de la historia.

-Descubrí un componente en las piedras rojas de la pulsera que me regaló mi mamá, esta pulsera se la dio su papá, era de mi abuela Julia; la pulsera pasó de generación en generación hasta llegar a mí. Todos la preservaron por que tenía una extraña cualidad en su brillo, una conexión, según decían, con el corazón de su dueño. No sé dónde empezó todo, era igual a la que tienes tú en el brazo izquierdo. Blanca miró su pulsera que se veía un poco opaca después del viaje.

-El asunto. Continuó Luciana -es que la solución al problema del magnetismo siempre estuvo ahí, ya no se encontró más de este material para su extracción en ningún lugar, y todos los que tenían algo de esta piedra lo escondieron por miedo a perderlo. Finalmente entregué todas las incrustaciones de rubí que había en mi pulsera con la esperanza de que fuera suficiente; entregué todas menos esta, para recordar. Dijo señalando el único rubí en su pulsera reluciente de jade. -El campo que generamos para proteger la atmósfera está hecho con los componentes de esas piedras rojas, y ahora el amanecer se ve así por eso. Luciana dio un sorbo a su café y probó el pan.

Miguel concluyó -Por ahora es seguro salir a las calles sin protección en este país, no sabemos hasta cuándo. Sólo sé que esto que cualquiera pudo haber olvidado o escondido para siempre, llegó de generación en generación desde no sé quién hasta nosotros, y salvó al mundo.


Después de recolectar evidencia y reparar la máquina de viaje, pasadas 23 horas en el futuro, Blanca y Ernesto estaban listos para regresar a su época.


Ernesto y Miguel hablaban antes de despedirse, Luciana se acercó a Blanca -Tú eres la primera dueña de la pulsera ¿verdad? Eres mi bisabuela. Blanca, miró en los ojos de Luciana una mirada como la suya, contempló la pulsera ahora repleta de piedrecitas verdes reposando en su muñeca, y sintió algo que nunca imaginó que pudiera sentirse; Blanca pensó en las cosas que acababa de ver suceder para que la historia ocurriera, para que Luciana naciera. Blanca asintió en silencio, y contuvo sus ganas de llorar. Las dos se abrazaron.

Ernesto y Blanca, dentro de la máquina y sin decir una palabra, se prepararon para viajar de regreso.

Mientras veían toda su historia pasar en reversa, Blanca recordó las últimas palabras que Luciana le dijo, las mismas que según contó, le enseñó el abuelo a Sofía, su mamá.

"La fe opera en lo imposible.
La esperanza ve lo que no es como si fuera.
Cada decisión puede revivir lo que parece muerto.
El amor permanece 
hasta el final."

Ernesto y Blanca llegaron a su año sin lograr detenerse, rebotando un año atrás, a la tarde de verano en que se conocieron; la máquina explotó desvaneciéndose en el tiempo y lanzando a Ernesto y Blanca al lugar donde les correspondía estar el mismo día de la convención de ciencias, donde los ojos de Blanca buscaron entre la multitud el rostro que amaba, encontrándolo por primera vez, otra vez descubriéndola a ella, de frente, a lo lejos, con toda la gente que iba y venía, sonriéndole a él.

Blanca y Ernesto se veían nuevamente por primera vez, sin pulsera roja, sin historia, ninguno de los dos era lo que podría ser; con todas las mínimas decisiones posibles al frente.

Los dos a lo lejos, sonriéndose con complicidad, se miraron fijamente hasta quedar serios, casi tristes.

Ernesto le hizo una pequeña señal a Blanca. Ella suspiró y miró hacia la ventana, viendo las nubes pasar, y luego a los ojos oscuros de Ernesto, que tenían una interrogación. Blanca contuvo la respiración frente a esa mirada, y asintió con la cabeza. Ernesto sonrió, asintiendo también. 

La multitud y las ocupaciones se mezclaron entre los dos, que esperaron hasta el día en que por primera vez, otra vez, ella entraría a la oficina de él, con sus ojos de sol, abriendo una puerta que nadie podría cerrar.
 FIN.

miércoles, 20 de mayo de 2020

Una historia mitad cierta parte II. NOSOTROS.

En la máquina intertemporal, los años vividos quedaron atrás; Ernesto y Blanca vieron cómo los recuerdos del futuro y la vida compartida en el pequeño departamento de la Colonia Condesa comenzaron a aparecer detrás del cristal, y a incrustarse en sus mentes. El nacimiento de Ricardo, las noches cálidas, la música clásica a la hora del baño. El nacimiento de Julia y el olor de la vainilla.

Ernesto y Blanca vieron como en un sueño los años por vivir, sus besos, sus manos unidas, enojos, manías; sus reconciliaciones, su decisión. Sus manos separadas, frías, e
l dolor de no sanar.

la pulsera de rubíes siempre en la muñeca de Blanca, como olvidada, pero aferrada, donde Ernesto la abrochó.


A una velocidad paralizante, viajando en el tiempo dentro de la máquina, Blanca como quebrándose del esfuerzo, volteó a ver a Ernesto, que la miraba de reojo con una lágrima que no podía terminar de salir.


Afuera, en un parpadeo, su hija Julia ya no era una niña, sus dos mejillas que antes la hacían ver tan tierna, se desvanecían para siempre mientras lloraba al amanecer tras la puerta cerrada de su mamá, Blanca, que se iba diluyendo a pesar de los desvelos, sin remedio, como una sombra sobre la cama. 


Así, mirando décadas en segundos, el futuro apaciguó la llama en los ojos de Blanca, que se miraba a sí misma en una silla de ruedas, intentando sonreír, asomando todavía algo de esa luz radiante que cegaba a quien la viera, y contemplando a su vez, la descendencia que no vería crecer; el hijo de Ricardo y una mujer embarazada de su nieto.


La máquina intertemporal se sacudió y comenzó a sonar con un pitido que en cuestión de segundos se volvió tan agudo que fue imperceptible. Y en sus mentes apareció el recuerdo de su último atardecer, donde Ernesto y Blanca tomaron al fin sus cansadas manos en reconciliación, sin saber por qué tardaron tanto siendo la vida tan breve; y entonces Ernesto recordó cómo la pulsera de rubíes resbaló de la piel marchita de Blanca para caer en tierra, y de ahí pasar a la mano de Julia, que cargaba las cenizas de su mamá mientras Ricardo cantaba después del funeral.


El pitido volvió a escucharse, poco a poco, cada vez menos agudo. Blanca y Ernesto se miraron desconcertados. Ella quiso soltar su mano, él no lo permitió.


Desde el cristal los dos observaron a su hija Julia, sola, en la misma sala de la Colonia Condesa, escuchando la lluvia caer mientras el mundo se guardaba apresurado en sus casas por un virus mortal, y ella escribía sobre un hombre al que siempre miraba de lejos, sobre la vida tan breve y sobre sus secretos; sin darse cuenta del brillo misterioso que comenzaba a resurgir en la pulsera de rubíes que Blanca le legó.


El cristal del dispositivo intertemporal se volvió más claro. Los recuerdos dejaron de aparecer también en la mente de Ernesto y ahora ambos sólo podían contemplar el paso del tiempo en los muebles y en la vida cotidiana de su hija en aquel departamento que fue suyo alguna vez. 


Julia salió de puntillas de una habitación, y abrazó a su enamorado en el sillón; lo que alguna vez  estando sola dijo en secreto que soñaba, en verdad se cumplió, pero Julia murió siendo joven, y su pulsera de rubíes quedó en las manos de aquel hombre brillando como, a pesar de cualquier cosa, siempre brilló si estaba junto a él. Y al notarlo él sonrió. Sus dos niñas crecían en el departamento, corrían con bailes y canciones; una tenía los mismos ojos de Julia, que miraban las nubes, la otra, Sofía, tenía la fuerte mirada de su papá, que miraba la tierra, y había también un niño de ojos profundos y negros que no se parecía a ninguno de los dos pero que era suyo también.


Ellos y sus primos, fueron adultos, y en un hogar donde se leían noticias de una creciente oscuridad y mortandad, Sofía recibió de su padre una inamovible fe, esperanza y la pulsera de rubíes, que decidió esconder hasta vieja en una caja de galletas adentro de la alacena para que nunca nadie la robara, hasta la mañana en que por fin decidió hablar sobre ella y su extraño brillo a su hija Luciana; todos llegaron a viejos y dejaron en un mundo incierto a los bisnietos de Ernesto y Blanca.


El clima de la nave comenzó a estabilizarse, Ernesto y Blanca sintieron el familiar peso, esa constante brevedad, del tiempo. La lágrima de Ernesto cayó al suelo y se evaporó. 


El trayecto temporal terminaba, era el año 2088.


                                                                                                                                    ...Continuará.

lunes, 18 de mayo de 2020

Una historia mitad cierta. Parte I. ELLOS.


"El amor es un lugar sagrado contra la dureza del mundo" Dic. 2019.

-Voy a decírtelo por última vez. Cuando se apague, estaremos en el futuro; no sé hasta donde vamos a llegar; mientras avancemos los recuerdos irán apareciendo frente a nosotros, vamos a saber cosas de los dos que tal vez no quisiéramos saber, y no sé si encontraremos las condiciones para volver aquí, a como todo es ahora, antes de que pasen 24 horas.

Ernesto esperó en silencio frente a Blanca, la luz fría de la computadora lo iluminaba directo, haciéndolo ver más pálido de lo normal; le daba la última oportunidad de arrepentirse. Ellos se habían visto por primera vez hace un año, en una convención de ciencia, Blanca buscaba un rostro entre la multitud, pero lo encontró a él y cuando Ernesto le sonrió, nunca nada volvió a ser igual.


Blanca tomó la mano de Ernesto y asintió, en sus ojos se reflejaba la llama que ardía en el control de encendido. Él tomó de su bolsillo una pulsera incrustada por completo de diminutos rubíes -Pase lo que pase, estoy aquí. Ernesto colocó la pulsera en la mano de Blanca.


El dispositivo de viaje intertemporal era compacto y cabía en la sala de Ernesto, junto a la cocina; él selló la puerta de cristal, presionó el control de encendido y vio cómo los risos rojos de ella flotaron suspendidos en el tiempo.


Uno a uno, sus mentes fueron asaltadas por recuerdos mutuos del pasado mientras veían a través del cristal los días compartidos, esa última mañana en el departamento de la colonia Condesa, Ernesto haciendo el desayuno, Blanca bailando, el sonido de cada madrugada en la cafetera.


Vieron de reversa un paseo tomando nieves Roxy meses atrás en compañía de don Miguel, quien aún no fallecía. Y desde su fin hasta el principio, reprodujeron en sus mentes como tantas veces el recuerdo de su primer beso una navidad sobre Insurgentes; la sensación de sus manos suaves sintiendo las del otro, despacito, por primera vez; los autos corriendo hacia atrás con prisa de La Diana al Ángel y del Ángel a la Diana. El vestido rojo, la primera cita. Los ojos entre verde y amarillo de ella, que brillaban como el sol entrando de repente por la puerta a la oficina de él cuando se reencontraron por casualidad, cuando todo comenzó.


Dentro del dispositivo de viaje, una luz roja parpadeaba. Ernesto se estiró para alcanzar sus lentes que flotaban frente a él y configuró nuevamente la navegación; la temperatura comenzó a subir. Blanca se deshizo de su suéter que se elevó y Ernesto presionó un botón. Silencio.


El tiempo se congeló, la mano de Blanca intentando alcanzar su suéter se quedó incrustada en la oscuridad, cortada por una luz azul.


                                                                                                                          Continuará...