viernes, 28 de septiembre de 2018

Amantes en la panadería. Parte 2.


Ahora que la pareja se ha ido, hay poco movimiento en el café. Yo estoy sentada ahí, sin alguien junto a mí más que la sombrilla, el cuaderno, mi café, las migajas, y un tiempo inesperado para leer. Creí que debía hacer mucho más para merecer existir, creí que era tonta, que no viviría demasiado; durante doce años me agoté por tratar de ser o dejar de ser, pero aquí estoy, soy yo, Lucía, y escribo.

El sonido de la cafetera continúa, afuera la luz es muy brillante y persona tras persona abre la puerta de cristal al interior de la panadería, este aroma a pan los ciega al entrar; yo tomo el sol que se cuela y bebo café, frente a mí hay un espejo pero no me miro en él, solamente siento que vivo, me siento bien. Tengo 30 años y por fin soy feliz [sin pudor al usar esta palabra].

Desde mi lugar busco a lo lejos, entre los panes, los sombreros blancos y la gente con charolas, por si acaso veo de nuevo la cabeza pixxie de Amelia, espero que al menos ella y su padre se encuentren mutuamente; yo no la veo más, se ha ido.

La espuma de mi bebida le cedió su espacio a un sabor cremoso y agrio, el de un capuchino que no esconde la calidad, cuerpo y fuerza de su café, ni con jarabe ni con azúcar, un grano de buena tierra. Yo traté de diluirme en tantas vidas, a los dieciocho sabía quién era y después por ser tantas otras lo olvidé. Durante el Verano, en una de tantas conversaciones con mi Papá, de frente y siendo realistas, me descubrí más y más hasta dejar de necesitar ser otra.

Café, cuaderno, luz. El sonido de la cafetera, la sensación resbalosa de mi revista en donde reposan los dedos; cine, la tinta escrita, tinta deslizándose, la tinta en mis manos; intuición del espacio, despacio, entorno; adentro. No regresaría otra vez a tener dieciocho, lo que antes vislumbraba tan lejos, ahora lo encuentro palpable, visible; lo que antes quería ahora puedo ser y soy.

Me estiro, tengo espacio, tengo tiempo; escucho, me entinto, me expando, me alargo, no soy escasa; soy un aroma, como el pan, como el café.

Ser dejó de ser la guerra; soy esa Palabra que luché con mi Espada, a pesar de las heridas, porque hay heridas antes de las mías, por eso soy y habito en el Lugar de mi descanso. Lo que olvidé, lo que supe, lo que soñé. Lo que leí que soy en el que Es y al que siempre, como pude, amé.

Amelia dejó a su amante-filósofo en Francia para volver a México, para intentar reencontrarse con su papá; yo también regresé a mi tierra, para dejar de perseguir a quienes me daban lo que no tenían, falsos amantes, mis teorías desesperadas de merecer la existencia.

Y ahora sin haberlo sospechado, estoy sentada a la mesa de madera en esta panadería, en este café, y a mi Padre lo veo de frente, lo veo y no me escondo.

Lo sé justo a tiempo, y por fin, me amo.

Gracias a Dios que sigo viva.


jueves, 27 de septiembre de 2018

Amantes en la panadería. Parte I

La luz es buena, el pan mejor. Me recomendaron el café de este lugar.

Frente a mí hay dos jóvenes de cabello blanco, parecen estar en sus tardíos cincuenta; mi amaranto se va acabando a consistentes mordidas mientras intento observarlos. La pareja viste de blanco, parecieran de otro lugar pero no, son mexicanos, apariencia de hippies tardíos; son jóvenes, eso es claro, sólo que han vivido muchos años. Ella come croissant, él ya terminó, sus migajas caen con pulcritud.

La pareja está casi frente a mi mesa, mirando adelante, ahora es claro que él tiene más de sesenta, ella inicia los cuarenta. Él lleva el pelo largo en una pinza ámbar, dos arracadas gruesas, cortas, de plata; ella, pixxie.

Mi lectura reposa entre esta agenda y el paraguas que llevo tiempo tratando de perder. Mi café sigue intacto. Con los oídos por fin abiertos, escucho el silencio entre la pareja, el sonido de la panadería-café y el sonido de la cafetera al fondo bajo los foquitos amarillos, una vez me dijeron que escucharlo estimula la imaginación.

Yo pienso que él es su padre, ahora mirándolos otra vez me parece que no se vieron en años, ella estuvo en Francia, donde tuvo un tórrido romance con su profesor, también mexicano, un doctor en filosofía cuyo nombre desconozco, claramente el recuerdo de su extraviado padre; al volver se reencontró con Ignacio, así se llama el papá, ahora un té frappé reposa frente a ellos dos intacto, las migajas, la chica que escribe en la contraesquina de frente a ellos; él, Ignacio, es hermoso, es perfecto, mitad guerrero-mitad mago, un humano entre cien elfos. Lingüista o antropólogo.

Amelia, sin embargo, permanece un misterio; sólo sé que ella y el filósofo han terminado, siempre lo supieron, eso no podría sostenerse a través de los años, a veces todavía se miran cuando cierran los ojos. Por otro lado, ella e Ignacio en realidad no se han reencontrado, sólo intentan de tarde en tarde mirarse de frente, pero siempre terminan sentados del mismo lado, quizá en realidad son así de parecidos.

Los dos se levantan, toman una charola a lo lejos para elegir un pan. El té todavía está helado, lleno, aguardando. Mi amaranto se ha terminado, lo he terminado, la pareja no eligió pan, se han ido. Yo beberé mi café, cojo la revista.

A leer.