– ¿Alguna vez has estado
enamorado?– Le pregunta Eduardo Roberts al general José Juan Reyes que
recapitula con los ojos vacíos y responde que no. Más tarde, después de conocer
a la señorita Beatriz Peñafiel, a sus chamorros y su genio bien-bonito, el general
indaga con su amigo el padre Rafael “Sierrita” quién es ella, y después de
escucharlo decir que –ella representa la seguridad y el arraigo de la casa, de
la tierra, de lo que no cambia, de lo que no se conquista luchando como tú
luchas– Con voz firme y mirándolo de frente, el general Reyes le responde –Muy
bien, eso lo comprendo muy bien, pero dime ella, ¿está enamorada? El padre
Sierra no sabe que responder.
Llegando al clímax dramático, a
Beatriz le pregunta su prometido, Roberts, momentos antes de la boda civil, si está
segura de que quiere casase con él, de que no quiere a otro hombre y que sólo
lo quiere a él –Porque ese otro hombre te quiere tanto a ti como podría yo quererte–
Y mirándola con frialdad y cariñoso respeto, mientras ella tiene perdidos los ojos en otro lugar, en la guerra, en la capilla; con melancolía Roberts le pregunta – ¿Entonces estás segura
que estás dispuesta a ser mi esposa? Ella está segura, dice, y él le da un regalo
de bodas (bien frívolo), ella camina de su brazo con un vestido negro casi como dirigiéndose a la tumba.
Roberts entre sus tres
preguntas no quiere saber si está enamorada, pero ella lo está, ahora sí, de
José Juan, a quien alcanza después de huir de su boda junto a las sombras
coronadas con su sombrero que pasan marchando sobre ella por la pared al son de una
banda de guerra; llevándola hacia él, majestuoso sobre su caballo, en retirada.
Beatriz camina, como las
soldaderas, atrás de su general, quien voltea a verla y ya ni puedo narrar
su expresión porque eso sólo se pudo y se podrá ver en los ojos y la sonrisa de
Pedro Armendáriz papá.
Los dos caminan el camino de la
victoria en medio de una gran derrota y el sol hace que estas siluetas
orgullosas a contra luz, se le queden fijas a uno, como negativos, en la mente.
Esta
sin duda es la película del cine de oro mexicano que más me ha impactado, y
además del final, de su premisa social, de ver así a Cholula y la capilla del
Rosario; de la épica confesión de amor del General José Juan a la mujer a quien sí se le escapa una lágrima, del carácter fuerte, atrevido y diferente al de otras protagonistas de la época de
Beatriz, y de mi súper arrollador crush con Pedro Armendáriz y su José Juan Reyes; especialmente
me fascina la fotografía de Gabriel Figueroa siempre y más en la escena de la serenata, con su atmósfera de
resguardo en el interior de la habitación de Beatriz, que está despertando dulcemente
a su propio (y caótico, machín, guapote, franco) llamado a la aventura, tras la
línea luminosa del balcón, ahora entreabierto en secreto.